Iván de la Torre Amerighi
Breves retazos sobre la obra de Clara Gómez Campos

Breves retazos sobre la obra de Clara Gómez Campos

Introducción.

La valoración de la dimensión creativa de la obra de un artista no puede ni debe residir en la excelencia técnica ni en su capacidad para comunicar un mensaje, sea éste real o imaginario, verdadero o falso, ya que la primera premisa resulta superflua y la segunda imprescindible. La dimensión de una obra plástica, sin embargo, si puede medirse por las cotas de lectura que posibilita el mensaje –implícito o explícito- que la propuesta traslada, así como los niveles de persistencia de las incertidumbres e inquietudes que en nosotros es capaz de engendrar. Un planteamiento simple y directo se agota en el mismo instante en el cual alcanza el fatuo efecto perseguido, cualquiera que éste sea; unas proposiciones en exceso crípticas, por el contrario, a las cuales les han sido hurtadas las claves de cifrado, imposibilitarán el acceso a los conceptos intuidos durante el proceso de comunicación.

El proyecto artístico debe jugar con –y en- ese justo medio aristotélico, concepto que el filósofo estagirita usaba, al enunciar la cualidades implícitas en la belleza, para definir el equilibrio, la proporción, la mesura. El arte debería actuar, siguiendo este consejo, desvelando sin revelar, desapareciendo sin aparecer del todo, afirmando desde la duda o dudando desde la afirmación. Puede que sea ahí, nos atrevemos a certificar, donde resida el éxito de la obra de Clara Gómez Campos. Bajo una apariencia directa, amable, que se reviste con los ropajes de una estética ingenua, de resabios pop y brillante cromatismo, tras una voluntad apropiacionista para con la historia del arte precedente, se enmascara una profunda reflexión sobre los procesos de construcción, deconstrucción y reconstrucción de la imagen icónica que las artes plásticas fueron edificando a lo largo de siglos y que han sido vertiginosamente confiscadas por los mecanismos publicitarios al servicio de la ideología del capital y obsesivamente aplicados por las corporaciones fabricantes de sueños y dispensadoras de ilusión durante la última centuria, insertos como estamos en unas sociedades ávidas, a partes iguales, de consumir iconografías y disfrutar naderías.

Fondo simbólico frente a forma real.

En la serie Paraísos verticales (2014-15), la artista centraliza la tensión, por otro lado inherente al estatuto pictórico como ejercicio en constante incertidumbre al hallarse apegado a una condición bidimensional a pesar de su vocación tridimensional, en la dialéctica que se despliega entre figura y fondo. Al recortar en un primer plano parte del cuerpo femenino, ya sea el tronco o las extremidades inferiores o un encuadre combinado de ambos -evitando conscientemente el rostro-, al reducir las capacidades de ficción volumétrica de la técnica al máximo, y al superponer las estampaciones, cromática y geométricamente muy agresivas, tanto del fondo cuando del vestuario de las modelos, el espacio ficticio sobre el que se desarrolla el acontecimiento se transforma en un ámbito visualmente comprimido y agónico. Los fondos florales recuerdan la minuciosidad de la pintura flamenca, lo cual no es circunstancial a tenor de otras referencias que es posible escrutar en su obra.

Clara Gómez Campos somete al estrato pictórico a un proceso de tensión que nada tiene que ver con la aplicación obsesiva de la técnica a la mímesis de la realidad, sino que sus propuestas atienden más a la posibilidad de desencadenar un tiempo narrativo. El proceso, más que pictórico, es literario. La creadora actúa como el novelista que descifra ya en la primera línea el desencadenante de la trama (recuerdo en este instante la madre muerta de Meursault, en la novela de Camus). Desvelando desde el inicio la condición de la trama pictórica, esto es, su carácter eminentemente ficticio, la experiencia que se propone se desliza hacia lo intelectivo por cuanto no pretende dilucidar qué es y qué no es real (siendo todo ficticio) sino que se pregunta por qué parte de esa ficción es verosímil desde un punto de vista estético e, incluso, moral.

Estos procesos inquisitivos, además de detectarse en otras series, es posible vislumbrarlos en obras individuales anteriores, como en Retrato estampado y en Niña-Piña, ambas témperas sobre papel de 2013. Si bien en las dos obras se constata el procedimiento de inmersión mimética de la figura en el fondo con la voluntad evidente de hacer desaparecer las fronteras entre ambos planos de realidad, en  el segundo caso, la acción de siluetear el busto de la niña, recortándolo y situándolo sin mayores referencias espaciales sobre/entre los elementos fitomorfos, florales y vegetales del estampado, transforman el retrato en un elemento más en la configuración del patrón de estampación. Ello permite dos lecturas. Una, más amable, nos retrotrae a la ingenuidad del mundo ideal y arcádico decimonónico que proclamaba la posibilidad de encontrar una comunión entre arte e industria y uno de cuyos máximos representantes fue el polifacético William Morris, uno de sus patterns para papel pintado –titulado Fruta– permaneció en el mercado entre 1864 y 1980, en una suerte de triunfo artístico sobre la obsolescencia mercantil. Otra interpretación ulterior, más amarga, nos traslada a los predios de la libre reivindicación de la identidad del ser femenino, denunciando ideologías que trataron de adscribir, y que en algunos casos aún lo intentan –véanse las subrepticias actuaciones de la publicidad-, a la mujer como objeto de decoración o mercancía de intercambio.

Arte que siempre vuelve a repetirse (De la apropiación contemporánea).

Frente a lo que muchos piensan, la frase “los pueblos que no conocen su historia tienden a repetirla” no es de Platón sino de un peculiar filósofo hispano-estadounidense llamado George Santayana. En el medio artístico se sabe bien que toda la historia del arte es como un rio sin orillas, donde todo es aprovechado y reaprovechado como líquido y maleable material de acarreo estético o simbólico. Conocer la historia es sinónimo de querer repetirla mejorada. Desvelar sintonías, pervivencias o ecos de artistas precedentes en jóvenes creadores es un escrutinio gimnástico muy agradecido que, en este caso, no ejercitaremos.

Es posible, sin embargo,  detectar concomitancias entre posiciones y ademanes de la artista cordobesa con ciertos ámbitos de la renovación figurativa que ha venido implementándose durante las tres últimas décadas. Ahora bien, sin ser posible constatarlo de modo fehaciente, el universo de las artes marca nexos de conexión y sintonía insospechados que tienden puentes muy lejanos, como aquellos que se miran en los márgenes fronterizos que sincretizan pictóricamente resabios estadounidenses y mexicanos, y cuyo referente principal podría ser Ray Smith (Brownsville, 1959). ¿Casualidad? Aunque no lo crean puede ser. Una obra de Gómez Campos, S/t IV, de la serie Paraísos horizontales (2014-15), en la construcción de los distintos estratos superpuestos, y en la concepción líquida de la superficie simbólica del lienzo, por el cual nadan carpas monocromas, recuerda unas estrategias similares (incluso por la inclusión de animales simbólicos) desplegadas por Smith a lo largo de la década de los 90, bien con un sentido apropiacionista (Pintura francesa I y II, 1993), como homenajes a escritores (desde Tennessee Williams, 1993, a la serie dedicada a Ezra Pound, 1994) o con un sentido planamente simbólico (Marie de la Croix, 1996, Angel, 1996). El interés aumenta al conocer que Smith también se interesó por la figura de El Bosco, al menos en tres piezas de gran e idéntico formato (Paraíso, Deleites terrenales e Infierno, todas de 1991) e incluso por la utilización del caballo blanco, en obras posteriores (Concepción, 2000), como mecanismo simbólico de referencias morales.

El paisaje y los paisajes (De lo simbólico a lo publicitario).

Tras todo paisaje idílico se esconde una realidad más abrupta, más cruel, descarnadamente amarga, oculta tras una apariencia que se endulza a demanda. En este sentido es posible establecer una red de relaciones con los procesos que se establecen desde el marketing y la publicidad, donde la mercancía a comercializar queda arropada por paraísos artificiales, tan jugosos y atractivos cuanto anacrónicos y racionalmente inverosímiles.

Gómez Campos, en la serie Supermercado paraíso (2014-15), señala directamente hacia esa publicidad que inventa la realidad, o que al menos reinventa una imagen de realidad que es asumida como verosímil en la esperanza de que algún día se materialice y logremos alcanzarla, en una suerte de camino vital que tiene mucho de espiritual. El paraíso publicitario promete hacer realidad nuestros sueños sin someterse a las leyes de la física ni a patrones dimensionales: los alimentos (cual maná divino) se sostienen en el aire sin caerse, la naturaleza se pliega a nuestro caprichos, el tiempo se detiene para permitirnos gozar del placer extático por toda la eternidad. Paisaje y publicidad casan bien. Como dos caras de una misma moneda. Otros artistas anteriores, caso de Léger en su primer viaje a EEUU, en los albores de la década de los treinta del siglo pasado, ya quedaron epatados por la extraña comunión entre los extensivo e intensivo, respectivamente, de ambos mundos.

De el Bosco a Walt Disney en un viaje sin retorno.

Gómez campos analiza obsesivamente las obras de El Bosco, en especial El Jardín de las Delicias, obra maestra de la historia del arte de discutida datación. No es recurrente el hecho de remitirse al artista holandés y apropiarse de sus obras en la construcción de un nuevo discurso. Por un lado, en las obras del maestro de Bolduque la distinción entre figura y fondo, por solapamiento, queda desleída. Sus obras corales presentan, como ya se apuntó en época temprana la crítica contemporánea del siglo pasado, una concepción casi cinematográfica.

Aquel visionario integral, tal y cómo lo motejó André Breton en 1957, interesa a la artista cordobesa por su posición moral a la hora de mirar el mundo, por la acidez sin concesiones de los vicios de la sociedad y por representar la responsabilidad que el artista conlleva al transformarse en la conciencia de toda una sociedad. El acercamiento a la obra de El Bosco, como le sucedió a Dino Buzzati, mucho después de escribir la excepcional El Desierto de los Tártaros, al conocer a Van Teller, un oscuro descendiente del pintor, le ha permitido ver dentro de las construcciones, dentro de las personas, dentro del arte, dentro de las imágenes que auspician nuestra relación con el mundo.   

Tal vez sea su tríptico El Jardín de las Delicias (2015), la obra más ambiciosa hasta la fecha de Clara Gómez Campos, en la cual se edifica un universo en apariencia feliz que, paradójicamente, nos alerta contra la disneyzación de la sociedad y la cultura, contra la banalización de un mundo donde homúnculos y setas venenosas se cubren con caretas de Mickey o Donald y tiñen sus ropajes de colores pastel, donde la llamada Fuente del Adulterio del pintor neerlandés se transforma en el Castillo de la Bella Durmiente y los libidinosos muchachos y muchachas que gozan de los placeres paradisíacos se reencarnan en jóvenes modelos de portada de revista. Un caballo blanco centraliza la composición, caballo que más allá de otras interpretaciones simbólicas (que remiten a un sentido de exaltación, que resaltan el carácter cíclico y dinámico de la vida o que reseñan una función de presagio de muerte) como indica Cirlot, debería ser leído en su dimensión de elemento que en la narración ocupa un papel de prevención ante los peligros. Una presencia tan exógena, tan dimensionalmente distinguida y extraña al devenir narrativo, parece querer advertirnos de lo inconscientes que somos al dejarnos deslumbrar por los engaños de la percepción.

Curiosamente, Gómez Campos no recurre a utilizar como material constructivo los paisajes del tercer panel de la obra original, El infierno musical, puesto que es muy consciente que ese abismo no es necesario mostrarlo, ya que está entre nosotros y se presenta con unas renovadas tentaciones –que no aparecen en forma de monstruosas antropomorfizaciones como en las Tentaciones de San Antonio, de las que El Bosco tiene un reconocido tríptico en el Museo de Arte Antigua de Lisboa. El peligro no está en el final, por otro lado inevitable, sino en el ahora y en el vivir, cuyo peligro bascula sobre la naturalidad con la cual aceptamos ese mundo ilusorio.

¿De qué color es el caballo blanco de Santiago? La obviedad conduce a que nos despreocupemos de lecturas secundarias. Tal vez sea blanco, tal vez un caballo. ¿Eso importa? En un estadio histórico en el cual contamos con mayores y más eficientes medios a nuestro servicio para conocer y cuestionarnos el mundo, es cuando más a merced quedamos de quienes usan los mismos canales para alterar nuestra conciencia peerceptiva con respecto a la realidad. No ha variado nuestra idea sobre lo real, es que hemos aceptado el engaño verosímil, la falsedad aceptable, siempre que nos provea de imágenes y sensaciones placenteras: un número controlado de fakes bajo la forma grajeas y confites como terapéutica posología para soportar el dolor del ser y el existir.